C.S. Lewis, creador de las Crónicas de Narnia, será conmemorado con una placa en la Esquina de los Poetas en la Abadía de Westminster.

En el principio era la palabra, así, simplemente, se inventa un mundo. En el Popol Vuh se cuenta que los dioses, antes de crear al mundo se sentaron a hablar, en un círculo emergió la palabra y de ella, todo. Se inventa escribiendo (escribir es una camuflada forma de hablar), Lewis lo sabía, y así se inventó el mundo de la Trilogía Cósmica, así también se inventó el de Narnia.

Lewis se unió a los filólogos a pesar de que le advirtieron que no lo hiciera. Cuando se destruye la palabra, cuando se le humilla diciéndole sus orígenes, entonces ésta revela su poder creador. Lewis tenía lúcida conciencia de ese poder, y no dejaría de mencionarlo en sus historias; no nos olvidemos que Aslan habló Narnia, es decir la cantó, y de sus palabras ese mundo tomó forma y color.

Mundos sobre mundos, mundos en roperos, en charcos de líquido primigenio; la literatura de Lewis está plagada de una magia que no es ingenua, que como la buena literatura infantil, revela los complejos lazos del mundo con una seductora simpleza.

No es común mencionar a Lewis sin hablar de Tolkien; la razón por la cual hay que nombrar necesariamente al segundo ya insinúa una velada valoración, tal vez estética o editorial, pero siempre inconsistente. Claro que tenían profundas diferencias pero desde la universidad fueron grandes amigos. Cada uno desarrolló un lenguaje diferente por eso los mundos que crearon fueron diferentes. La difusión de sus obras (sobre todo en la última década) ha tenido mucho que ver con su recepción. Por un lado la adaptación magnífica de Peter Jackson, por el otro, la desafortunada e injusta, adaptación de Disney.

Lewis ahora es conmemorado con una placa en la Esquina de los Poetas, ahí junto a Dickens, Hardy, Eliot y Wilde. El honor es grande (al mismo Shakespeare le tomó más de cien años recibirlo) y es una excusa perfecta para volver a él, y a su sencilla forma de revelar lo complejo.

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