Judíos, comunistas y exiliados: brigadistas que lucharon contra el fascismo en España
“Llegué a Barcelona el 17 de julio de 1936, el día después del golpe de Estado”, le dijo Jonas Brodkin, un veterano de las Brigadas Internacionales que perdió una pierna...

“Llegué a Barcelona el 17 de julio de 1936, el día después del golpe de Estado”, le dijo Jonas Brodkin, un veterano de las Brigadas Internacionales que perdió una pierna durante la batalla de Jarama, a Allan Brossat y Sylvie Klingberg. Su casa, en un kibbutz en Israel, es modesta y repleta de recuerdos de un pasado como militante del Partido Comunista de Palestina.
Judíos en España (de nuevo)
Miles de extranjeros llegaron a España para apoyar un país que no conocían. Uno de cada tres brigadistas era judío, uno de cada dos era obrero, campesino o artesano, uno de cada cinco murió en un campo o en alguna calle española luchando contra el fascismo que, en 1936, estaba midiendo su fuerza para la gran invasión europea. (Vía: Brossat y Klingberg, Revolutionary Yiddishland. A history of Jewish Radicalism)
Las Brigadas Internacionales fueron cuerpos militares conformados por extranjeros que buscaban apoyar la causa republicana después del golpe de Estado franquista. Comandadas por el francés André Marty, no se sabe a ciencia cierta el número total de efectivos que las compusieron: la Comintern soviética da poco más de 30 mil, mientras que investigaciones más recientes (como la del historiador catalán Andreu Castells) apuntan a casi 60 mil.
Un tercio de ese número fue conformado por judíos franceses, alemanes, polacos, húngaros, ucranianos y rusos que no tenían otra cosa que dar más que su vida. Algunos apenas recordaban las historias tradicionales que se contaban de generación en generación de una expulsión dolorosa de esa misma tierra que, entonces, defendían: la tercera diáspora de millones de judíos que, por siglos, habían vivido en paz entre católicos y árabes.
Luchar contra el fascimo y los esterotipos
El antisemitismo, aún hoy, ha construido el personaje del “Judío” (y el sionismo y cualquier asociación imaginaria o “real” con el judaísmo) como un grupo público pero “secreto” que controla todas las decisiones económicas y políticas de un país a través de manejar —por sepa qué fórmula— a sus élites.
Su caricatura es opuesta pero muy semejante a la del “Musulmán” en la islamofobia: son constructos que dialogan entre ellos y se necesitan mutuamente. El Judío hace lo que el Musulmán desde abajo: uno tiene dominadas a las élites, mientras el otro a la miseria y los ignorantes.
No sólo porque el antisemita tiende a ser, también, islamófobo, sino porque todas estas caricaturas colocan un velo sobre los sujetos y cancela, con ello, cualquier intento de tomar a la persona por su propio valor. (Vía: Plenel, For The Muslims. Islamophobia in France)
Aún cuando conozcamos a un judío, a una mujer musulmana o a un chef chino, poco importa, pues no podemos verlos como personas: son esas caricaturas que, desde la ignorancia, desde la inercia y desde la xenofobia inherente a la cultura nacionalista de México.
Los miles de judíos que fueron soldados, enfermeras, traductores, pilotos y estrategas durante la Guerra Civil rompían, siempre, ese estereotipo: no tenían dinero, no eran burgueses ni oligarcas y la gran mayoría tampoco practicaba fielmente su religión, pero tuvieron que luchar constantemente contra la discriminación y el lenguaje de odio.
Para entonces, cinco años después de que Hitler ocupara el puesto de Canciller en Alemania, los judíos alemanes ya conocían lo que esperarían los españoles si ganaba Franco; los judíos italianos y tunecinos llevaban más de diez años escapando de policías secretas y campos de concentración, por lo que la lucha, para italianos y alemanes era una personal: no podían dejar que lo que vivieron (lo que vivirían en Varsovia, en Dachau, en Auswitch) ocurriera otra vez.
La derrota no fue una pérdida
Todos sabemos la historia: las Brigadas fueron disueltas a finales de 1938, cuando la derrota de la República comenzaba a ser inevitable. Se les echó la culpa a los brigadistas de ser los responsables en buena medida: porque había anarquistas, porque los comunistas no pudieron ponerse de acuerdo entre ellos, porque nunca hubieron suficientes provisiones…
A mediados de 1939, Franco y sus tropas golpistas consolidarían su victoria en los principales centros urbanos de España y, a partir de entonces, la “neutralidad” de España en la Segunda Guerra Mundial (que estaba por iniciar) fue vital para la supervivencia del Eje.
Parecería que las decenas de miles de personas que dieron su vida para defender la República lo hicieron en vano. Pero la historia logra reconocer a los héroes: Franco, hoy, no es más que un golpista, una marca en la historia española que no hay que olvidar, pero tampoco enaltecer.
En lo profundo del judaísmo hay una constante tradición de la esperanza revolucionaria: como lo señalan (apenas) pensadores como Walter Benjamin y Baruch de Spinoza, la esperanza de que todo estará mejor, pero no “porque sí”, sino por el esfuerzo y la lucha de todos. (Vía: Löwy, Fire Alarm. Reading on Walter Benjamin’s ‘On the Concept Of History’)
Las utopías, como aquella por la que murieron miles en los campos españoles, no se construyen “para el futuro”, sino desde el presente; se conforman de nuestra historia y de nuestra lucha constante porque tenemos la consciencia plena de que vale la pena por lo que nos organizamos y en lo que creemos.
Porque nadie puede ser reducido, nunca, a una caricatura nacida del odio.