Quizá no hay fiesta que sea más “representativa” de México que el Día de Muertos: ni la independencia, ni el 12 de diciembre tienen, hoy en día, un peso cultural (y comercial) tal que compitan con una “tradición” que, como todas, tiene una historia, tiene un mercado y ha sido explotada en varias ocasiones y con diversos fines políticos, comerciales e ideológicos.

Por eso mismo, el Día de muertos es un campo de batalla ideológico y cultural que presenta en sí mismo los múltiples niveles por entre los que se ha interpretado una festividad que siempre ha estado ahí, que siempre nos ha acompañado y que, por lo mismo, ni es una ni es “auténtica” ni es “tradicional”.

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Día de Muertos (marca registrada)

Coco, la película de Pixar y Disney que apenas se estrenó hace un par de días, comenzó como un intento de apropiación cultural (literal): Disney tuvo la genial idea de intentar registrar el Día de muertos como una propiedad intelectual de la compañía. No: el registro de una propiedad así no implicaría que cada altar tendría que pagarle regalías, sino que la muy particular forma de representar el rito y la ceremonia social (religiosa e histórica) de Disney sería protegida por el derecho internacional.

Tras la tormenta de opiniones en contra, Disney reculó y, para el proyecto final, logró conseguir asesores culturales que no sólo señalaron los errores de representación, también el desarrollo y construcción de personajes, escenarios e, incluso, hilos narrativos.

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La película es hermosa, la narración es poderosa y golpea en muy diversos niveles los afectos y los recuerdos de su público (muy particularmente el público latinoamericano, mexico-americano y mexicano) no sólo a través de los “guiños” a la cultura popular mexicana, sino, también a partir de cómo, nosotros, construimos nuestras redes afectivas y de memoria.

 

Día de Muertos como política

Como campo de batalla simbólico, la festividad del 2 de noviembre siempre ha sido y siempre ha estado… pero su categoría de “tradición” (como una festividad ahistórica y atemporal) es lo problemático. Sacar de contexto una festividad popular construye diferentes relaciones con la fiesta misma, con “el pueblo” que la gesta y con la utilización afectivo-política que mantiene esa cohesión.

Detalle de "Un Domingo en la Alameda" de Diego Rivera
Detalle de “Un Domingo en la Alameda” de Diego Rivera

Como festividad popular, ésta ha acompañado y ha atravesado toda la historia mexicana, como “tradición mexicana”, el Día de Muertos es otra cosa.

Aparece en el México posrevolucionario, en el proceso de reconstrucción de la “identidad nacional” en la década del 20 y 30 del siglo pasado, en esa “cruzada cultural” que patrocinó directamente José Vasconcelos y el Ateneo de la Juventud no sólo por lo icónico de su sincretismo, sino, también, por la posibilidad de uso político e ideológico para el constructo que, hasta el día de hoy, ha sido más un lastre que una explicación: el mestizaje.

Y desapareció por más de cincuenta años, hasta que otro sismo, el del 85, le recordó a la “ciudadanía” (a la clase media urbana desarraigada de esas “tradiciones”) que había una forma tangible y anclada de celebrar la muerte, de respetar y seguir temiéndole a la muerte.

Y, desde entonces, la oficialización de la festividad no sólo “popularizó”, sino que, también, generó un solo Día de Muertos (así, con mayúsculas), justo como Disney intentó hacerlo a través de una “marca registrada”.

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Lo que aprendimos en la escuela sobre el “significado” de los elementos del altar de muertos, lo que debe o no debe de ir en él y cómo es que regresan a nosotros nuestros antepasados no tiene una sola explicación: justo en su carácter popular radica la diversidad, justo al enfrentarse a una narrativa hegemónica, como la que desde la Cultura y el Estado se ha impuesto sobre ella, es que se vuelve, también, un lugar de resistencia.

 

Del altar a un Desfile

Desde los años 80, cada que aparece México en el cine internacional lo hace siempre a partir de dos imágenes: una cantina sucia, llena de borrachos en medio de un pueblo desierto y desértico, o una fiesta de Día de Muertos.

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Y en eso han participado no sólo ha participado Hollywood y los medios mexicanos, sino, también, el gobierno de la Ciudad de México y el gobierno federal: después de la grabación de Spectre, se convirtió en una “tradición” institucional e institucionalizada.

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Si algo hace Coco, en medio de la institucionalización de una festividad popular, es demostrarnos cuán exóticos, ajenos e institucionales somos con nuestras propias “tradiciones”.

En cierta medida, la reacción que generó el corto de Frozen con el que abre la película se parece mucho a la forma como, nosotros, hemos recibido la película: una lista de palomas y taches, un “deber ser” de una festividad en la que, a lo mucho, nosotros somos espectadores.

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